lunes, 28 de abril de 2008

Caprichos infantiloides

Este post fue el primero de este blog, pero como ya expliqué, me cortaron el punto y lo borré.
Lo vuelvo a poner, con retoques, para que nadie me salga con bromitas.

Pensando anoche en el “capricho infantiloide” de que habla Andrés Ibáñez como imprescindible para escribir una obra maestra, se me vino a la cabeza una foto. Es una foto de cuando tenía unos cuatro años. Pensé que, aunque haya que escribir de lo cotidiano, del asombro ante lo cotidiano, iba a escribir sobre esa foto.
Es verdad que en mi día a día hay cosas que me sorprenden, y mucho: a veces me encuentro pensando a quién se le habrá ocurrido escribir la palabra “cachivache” en un muro de López de Gomara, o si en las oficinas de una empresa de ascensores existen escaleras. Hay dos horas en mi día que paso sentada en un autobús, y siempre he pensado que es mejor mirar por la ventanilla que escuchar las conversaciones de la gente (que no sé por qué, sólo hablan de desgracias cuando van en el autobús, o del cansancio, o de lo horrible del Tussam). Y mirando Sevilla se pueden descubrir muchas cosas. Por ejemplo que a la gente le gusta demostrar que sabe en qué época estamos colgando cosas representativas en su ventana; si es Navidad, un “Papá Noel” (menos mal que el gordo borracho se ha pasado de moda y ahora cuelgan lo que va, un Niño Jesús), si llega la Semana Santa ponen una palma, y ahora que se acerca la Feria hay quien cuelga un mantoncillo de su reja.
Pero ayer pensé en esa foto. Y para una persona que no supiera la historia podría no tener nada de especial. Pero para los que salimos en ella sí lo tiene.
El único fastidio con el que me he cruzado por tener diez hermanos y unos padres artistas es que nunca he sabido utilizar la palabra “aburrimiento”. De hecho, hasta hace poco no sabía si se escribía con ‘b’ o con ‘v’. Y es que si no había nada que hacer en casa (cosa rara, por otra parte), en seguida papá montaba un concurso de pintura. Pero ese día fue distinto, y creo que no se me olvidará nunca.
Teníamos en casa dos colchonetas cuadradas, muy gordas, que según el momento eran un ring de boxeo, una mesa para dar de comer a los muñecos, una cama por si venía una amiga a dormir, el salvavidas cuando nos lanzábamos desde la última litera, la piscina de las muñecas (por aquello del color azul) o los panes de un sándwich de hermano a la plancha. Esto también tiene que ver con el extrañamiento de los niños, porque hay cosas que sólo ellos pueden ver. Es algo así como la película de “Hook”, cuando llega la hora de la comida: un adulto no ve nada, pero un niño es capaz de hacer una guerra de comida tal, que si su madre estuviera presente le habría castigado a fregar, por lo menos durante una semana, la pared de la cocina.
Pero vuelvo: Siempre he sido la original entre mis amigas porque, además de tener diez hermanos, en mi casa no hay coche. Y si lo hubiera habido no habríamos entrado todos, así que era absurdo el planteárselo.
El día que papá hizo esa foto las colchonetas se convirtieron en un coche; en un fantástico coche en el que cabíamos todos.
El procedimiento fue sencillo, porque habíamos visto muchos: colocamos cuatro sillas, pusimos encima las colchonetas, en la espalda de cada uno un cojín y nos montamos, entrando por la puerta, por supuesto. Fernando iba a ser el conductor, aunque no tenía carné todavía, así que fue a la cocina, cogió su plato (el verde, no otro) y un lápiz del bote y se sentó. Nos pusimos el cinturón y arrancamos. Por aquel entonces no teníamos sillita homologada, así que me senté de copiloto y cogí a mi muñeca en brazos para que no se cayera del asiento de atrás. Nos divertimos mucho montándolo, pero aún más conduciéndolo, por lo que tenía de extraordinario en nuestra vida.
Llamamos a papá y mamá para que dieran una vuelta con nosotros, pero es que no habíamos calculado bien y ya no había hueco.
Creo que mi padre cogió la cámara porque entiende que hay cosas que sólo ven los niños y que sólo a criaturitas de hasta metro y medio les hacen ilusión. Inmortalizó ese momento con una foto, pero no habría hecho falta, porque igual que un niño no olvida el día en que hizo una guerra de comida (del castigo ni se acuerda, porque sería como todos), tampoco puede olvidar el día en que montó por primera vez en su propio coche.

3 comentarios:

Lucas RP dijo...

hay que encontrar esa foto...
un beso

Anónimo dijo...

Puedo prometer y prometo que he visto esa foto. No sé si seguirá existiendo, pero la he visto.

Unknown dijo...

Por favor, sigue escribiendo de recuerdos infantiloides.